Montreal

Llegamos pues a Montreal, en una tarde calurosa y húmeda, con ganas de ponernos a caminar y descubrir. El alojamiento estaba bien situado muy cerca del Viejo Montreal. Ya desde el principio la impresión fue buena. Con apenas 400 años de historia se ve una ciudad dinámica y mestiza, moderna y cuidadosa con su pasado y su historia. Segunda ciudad francófona por población después de París, hay sin embargo una línea divisoria de Norte a Sur -parece ser que cada vez más acentuada- que divide lingüísticamente la ciudad en dos comunidades: la anglófona al Oeste y la francófona al Este, codeándose sin conflictos aparentes. Todo es bilingüe, primero en francés, después en inglés y como tercera lengua español.




Nada más empezar el recorrido nos encontramos primero edificios importantes de principios del pasado siglo al lado de otros históricos más antiguos, y a medida que nos adentrábamos en el barrio -en el entorno de las plazas Youville y Jacques-Cartier, ya en el Vieux Montréal, nos parecía estar en una ciudad europea antigua con un aire entre francés e inglés, cuidadísima, con plantas por todas partes, con espacios pensados para que las gentes puedan hacer un alto en los que después identificaríamos como los sillones canadienses tipo, unos cómodos butacones de anchos listones de madera y patas cortas para sentarse a descansar, o simplemente relajarse dentro de la ciudad viendo pasar turistas o lugareños en actividades cotidianas. Parecía como si la ciudad estuviese pensada para sus habitantes, con islotes de paz y muchos espacios verdes diseñados para los ciudadanos, algunos incluso con mesas de madera y bancos en donde tomar el picnic de mediodía en un entorno agradable en medio de una ciudad amable. Amables y atentos igualmente sus habitantes, distorsionando tanto la fonética francesa que a veces cuesta entenderles.

Plaza Youville 

Chateau Ramezay


Toda esta parte vieja está llena de establecimientos puestos con gusto: cafés, terrazas ajardinadas, restaurantes, músicos callejeros delante del Ayuntamiento, galerías de arte, librerías, comercios con atractivos escaparates, bares en donde conjugaban cosas dispares como por ejemplo un “bar à lunettes”, es decir que entras a tomar un refresco y te puedes comprar la montura con más diseño del mercado. Espacios imaginativos pensados tanto para el turismo como para una población con un alto nivel de vida.


Plaza Jacques-Cartier


Ayuntamiento de Montreal

El primer día paseamos pues por la parte antigua, fuimos hasta el “Vieux Port”, demasiada gente y demasiado follón: espacios para pequeños y mayores en donde iniciarse a la escalada, tirolinas, puentes colgantes, la inmensa noria, y festivales musicales, desde rock hasta el holi party con personajes de lo más variopinto. También barcos para hacer excursiones por el río San Lorenzo o hasta la isla Santa Helena, en donde se encuentra la “biosphère”, una esfera transparente que sirvió de pabellón a Estados Unidos en la Exposición Universal de 1967. Hasta allí fuimos en ferry que tarda poco más de cinco minutos. Sin embargo la isla nos decepcionó. No es el entorno de espectacular belleza que decía la guía, o al menos lo que vimos. Mucho coche, mucho carril bici, mucho festival de música, pero nos pareció que no merecía la pena. Tiene como curiosidad el hecho de que se trata de una isla artificial construida con los materiales extraídos de la ampliación del metro precisamente para esa misma exposición.





Isla de Santa Helena

Biosfera


Como toda gran ciudad, hay muchas Montreal dentro de ella. La diversidad es tal que parece que no es la misma. Nada tiene que ver el Vieux Montréal con el “Plateau” al Este, o con el Downtown, el verdadero centro, con calles comerciales llenas de gente, en donde antiguos edificios de finales del XIX o principios del XX, construidos con moles de piedra gris, potentes y soberbios, sobrios y de delicada decoración, de diferentes estilos: clásicos, neoclásicos, beaux arts, románticos, art nouveau o art déco, están literalmente acosados por los rascacielos rutilantes y resplandecientes que se alzan a sus espaldas o a su lado oponiendo la modernidad y la historia de una ciudad construida a mayor gloria de las metrópolis, primero Francia y después Inglaterra. Y entre esa variedad sorprende encontrarse con una réplica -a tamaño reducido, naturalmente- nada menos que del Vaticano.



Montreal es una ciudad grande. Se necesitan unos tres días para una visita correcta. Nosotros, con tres noches, que se quedan en dos días y medio, nos quedó justo. Claro que perdimos tiempo el segundo día en la visita a Mont Royal, la colina que se alza en medio de la ciudad. Fuimos en metro hasta la estación Mont Royal. A la salida hay una cabina de información, pero nos informaron mal porque nos dijeron que desde allí hasta el chalet en la cumbre de la colina, un enorme edificio construido en 1932 con una terraza que es lo que se llama el mirador Kondiaronk desde el que se divisa todo Montreal, había unos tres cuartos de hora a pie que al final se convirtieron en una hora y media hasta llegar al “lago de los castores”. La caminata no merece demasiado la pena porque es un camino largo entre árboles y sin vistas. Nuestra sorpresa al llegar al lago fue ver que hubiéramos podido ir hasta allí tanto en autobús turístico como en autobús normal. Y desde el lago hasta el chalet y el mirador hay muy poca distancia. O sea que lo práctico es ir en autobús hasta el lago y después desde el mirador se puede bajar rápidamente por unas escaleras que llegan hasta el pie de Mont Royal, eso sí, las piernas quedan temblando debido a la pronunciada inclinación.




El tercer día fuimos a recoger el coche que habíamos alquilado y, ya con un medio de transporte rápido, nos acercamos hasta el barrio llamado el “Plateau”, a los pies de Mont Royal y en el que vivió Leonard Cohen. Como testimonio queda un inmenso mural en la pared lateral de un edificio. Porque este pintoresco barrio artístico y bohemio, moderno y contracultural ofrece muchas sorpresas y merece un paseo a fondo. No tiene nada que ver ni con la zona antigua ni con el centro de la ciudad. Lleno de grafittis y murales, mezcla de viejo y de nuevo, allí se encuentran montones de casas victorianas en calles tranquilas, arboladas, algunas como de pueblo, cortas y estrechas, ajardinadas, llenas de color, a veces un tanto chillonas, con una población joven que disfruta –parece- de vivir en un entorno privilegiado y tranquilo. En una calle un huerto callejero, en un espacio verde un barracón con libros y juegos para niños. Libros también en algunas calles para coger y llevar si se desea. Todo lo que pueda resultar agradable para el disfrute de su población más bien joven.








Y quedaron sin visitar el “Village”, ”Little Italy” y más zonas que no pudimos ver por falta de tiempo.

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