Impresionante Angkor

 
 
Aprovechando nuestra larga estancia familiar en Shanghai durante este otoño de 2012, dimos un salto hasta Camboya para visitar Angkor, capital del importantísimo imperio khmer que floreció en Indochina entre los siglos IX y XIII, dejando fascinantes restos arqueológicos ocultos durante siglos por una jungla voraz y afortunadamente redescubiertos en el siglo XIX durante la colonización francesa. Viajamos hasta Siem Reap, la segunda ciudad del país, con China Southern Airlines, haciendo escala en Guangzhou. Al llegar nos esperaba Phally (hoes.phally@gmail.com), el que sería nuestro conductor-acompañante a lo largo de los días que pasamos allí. Lo habíamos conocido por los foros de Los Viajeros y contactado por Internet. Fue todo un acierto. Agradable y muy atento, siempre con una sonrisa y su buen hacer. Sus consejos fueron  útiles en todo momento y gracias a él pudimos ver también la Camboya rural que se extiende en cuanto se sale de Siem Reap, verde y llana, con vegetación tropical y livianas construcciones de madera que recuerdan al Caribe. El español de Phally no es muy fluido pero es suficiente para entenderse y, si era necesario, recurría al francés o al inglés para alguna expresión que se le escapaba. Para él, conseguir un trabajo de unos días seguidos de vez en cuando es fundamental porque la oferta de conductores de tuc-tuc es tan grande que hay un verdadero superavit con relación a los turistas, al menos durante nuestra estancia. Phally, además de su tuc-tuc dispone de un Toyota con aire acondicionado, mucho más cómodo cuando se trata de distancias largas.  Con este coche nos esperaba en el aeropuerto, que está a unos 15 km de la ciudad, para llevarnos hasta el hotel Riviera, en el que habíamos reservado cuatro noches. El hotel -con una buena relación calidad/precio-  bien situado, en una zona tranquila, aunque muy cerca de la zona superturística de lo que llaman “mercado nocturno”, lleno de tiendas, tenderetes y restaurantes, conductores de tuc-tuc intentando encontrar clientes, masajistas, piscinas con peces que te lamen los pies para hacerte una pedicura especial, toda una actividad frenética que se desencadena cuando los turistas acaban las visitas arqueológicas, descansan un poco del agobiante calor húmedo y salen a cenar y a pasear por la ciudad. Hay varias zonas de ocio, aparte del “mercado nocturno” está el “mercado antiguo”, la calle Pub street llena de terrazas repletas de gente y, cruzando el río, hay otro mercado nocturno de más nivel (Art Center). Pero, saliendo de esas zonas, aparece una ciudad sin aceras, calles sin asfaltar, bastante destartalada, caótica, sin apenas semáforos, mucho tráfico, sobre todo tuc-tucs y más extensa de lo que parece
 
 
Tiene sin embargo una calle principal, paralela al río por la que no paseamos hasta el último día porque, cuando regresábamos, ya era de noche y quedaba un poco más alejada. A las cinco y media ya oscurece. Así que el último día (nuestro avión salía muy tarde) tuvimos ocasión de ver la ciudad a la luz del día y pasear por la avenida central, en torno al Royal Gardens y al Museo Nacional, con bonitos edificios oficiales, jardines, y estupendos hoteles de lujo al estilo colonial y tiendas para sus clientes de mayor poder adquisitivo. Porque Camboya, gracias a Angkor se esta convirtiendo en un centro turístico importantísimo. Siem Reap acoge miles de turistas a lo largo del todo el año, fundamentalmente orientales, muchos chinos, pero también coreanos, japoneses, etc. Y la verdad es que el conjunto arqueológico lo merece, es el más importante de Asia, extensísimo y diferente a todo, aunque en la estructura piramidal de algunos de los templos, o en los rostros de los monos del templo de Banteay Srei, se diría que hay una semejanza con los monumentos precolombinos como si hubiera habido alguna relación entre ellos.
 
 
Phally nos propuso empezar las visitas temprano, a las 8h., para evitar el calor (aunque calor hacía desde primera hora de la mañana), evitar las aglomeraciones y aprovechar mejor las horas de luz. Así que el primer día, a las 8h. en punto, ya  estábamos en el tuc-tuc dispuestos a comenzar las visitas por el conjunto de Angkor Thom, centro  de la antigua gran capital, con una población estimada en aquellos tiempos de un millón de habitantes dentro de sus murallas. Como no habíamos contratado a un guía nos trajo para cada uno de nosotros un ejemplar del libro “Los Tesoros de Angkor” de Marilia Albanese (Ed. Libsa) -aunque ya disponíamos de él-, una publicación quizás excesivamente técnica y escasa en explicaciones mitológicas que podrían ayudar a entender las representaciones de los innumerables bajorrelieves, caso de no llevar un guía local. Nosotros no lo habíamos contratado y nos dimos cuenta de que, el primer día, que suele dedicarse a conjunto de Angkor Thon, muy extenso, con varios templos y diversos elementos arqueológicos, sí podría merecer la pena llevar un guía para centrarse bien, recorrer el interior de la forma más racional posible, conocer las explicaciones generales y sacar así más provecho. Los demás días no nos pareció que fuera necesario. Naturalmente, el guía no excluye al conductor, puesto que la función del  primero no es conducir al turista y el conductor no puede entrar en el recinto. Phally nos llevaba hasta el recinto, o hasta el templo, nos decía por qué puerta íbamos a entrar, qué recorrido deberíamos hacer si se trataba de más de un templo, y por qué puerta debíamos salir, o en qué lugar nos estaría esperando a la salida.
 
 
En Angkor Thom entramos por la puerta sur, la más conocida y la mejor conservada y salimos por la puerta de la Victoria, ambas flanquedas longitudinalmente con esculturas de dioses y demonios.
 
Visitamos en primer lugar el templo de Bayon, en torno al cual giraba la ciudad antigua. Bayon pertenece al grupo de los denominados templos-montaña que simbolizaban al monte Meru de la India. Impresionante por sus dimensiones y por sus torres/cúpulas rematadas con un enigmático rostro, como una colosal esfinge, que -se dice- representa las facciones de Jayavarman VII, el emperador khmer del siglo XIII que embelleció su reino con todo tipo de edificios hasta acabar empobreciéndolo con sus megalómanos proyectos. Bayón es un conjunto de enormes bloques de arcilla de color gris, perfectamente tallados, como un bosque de piedra erosionada en medio de la jungla, lleno de esculturas y magníficos bajorrelieves.
 

 
El problema es la gente. A pesar de la hora temprana, ya había ríos de turistas, lo que -desgraciadamente- restaba encanto al conjunto que cuenta con otros lugares también muy notables: Baphuon, Phimeanakas, Terraza de los elefantes, Terraza del Rey Leproso





Para visitar Angkor Thom son necesarias varias horas y resulta cansado, así que, cuando salimos del recinto y nos dirigimos en tuc-tuc hacia dos pequeños templos –Chau Say Tevoda y Ta Nei- solitarios en medio de una vegetación vigorosa, la sensación que se tiene es totalmente distinta y, aunque arqueológicamente no puedan comparase en importancia con Bayon, el disfrute es mucho mayor, en un ambiente de recogimiento y de paz  que es imposible encontrar en Angkor Thom.




En el parque de Angkor  hay muchos pequeños restaurantes para comer a medio día y continuar el recorrido después. Pero también tenderetes de ropa o de souvernirs con los que se insiste a los turistas para que compren. Lo peor es que a veces son niños los que se acercan a vender, aún más insistentes que las madres, con la cantinela “one dollar, one dollar…” desde que apareces hasta que te vas, con caras y voces tristes que dan pena y que no tienen nada que ver con las de los niños que vimos después en el  campo, espontáneos y alegres, todavía no contaminados por el turismo.

Después de comer visitamos Ta Prohm, otro de los templos perdidos en el tiempo, comidos por la naturaleza, en medio de una jungla devoradora y prolífica que extiende sus raíces a través de las paredes, entre los bloques de arenisca, envolviéndolos como un sistema venoso de raíces aéreas. Es a la vez arte, bosque, parque, agua, selva, árboles gigantes, raíces poderosas, calor, humedad y sobre todo sorpresa ante una civilización capaz de crear una arquitectura y una decoración de tanta belleza. Es un espectáculo sorprendente el ver cómo la poderosa naturaleza se fue apoderando de las construcciones hechas por los hombres para devorarlas y esconderlas, haciéndolas desaparecer durante siglos, hasta que fueron nuevamente descubiertas.
 
 
 
Y, siguiendo el consejo de Phally, reservamos la tarde para Angkor Vat el templo más emblemático de todos, construido entre 1113 y 1150 por  Suryavarman II y conocido en la antigüedad como la “morada sagrada de Visnú”, aunque posteriormente, después de que Jayavarman VII abrazara el budismo, se convertiría en monasterio busdista. Phally nos dijo que habría menos gente y que la luz era más bonita. Efectivamente, no había mucha gente y el reflejo del inmenso templo en el agua del  estanque es una maravilla. Angkor Vat que nunca llegó a desaparecer porque -como dije- continuó existiendo como monasterio budista, es por tanto el mejor conservado de todos ellos y el de mayores dimensiones, llegó a acoger entre sus muros a más de 20.000 personas. Corresponde también al estilo de los templos “montaña”, con una torre (“prasat”) central en la parte más alta y otras cuatro marcando las esquinas del nivel inferior.  Rodeado de agua, con numerosos recintos, patios, claustros y galerías, cuyas paredes están repletas de leyendas descritas a través de finísimos bajorrelieves perfectamente conservados, es un conjunto impresionante que da idea de la grandiosidad de esta civilización perdida en el tiempo. Y al haber dejado esta visita para la última pudimos ver la puesta de sol desde Angkor Vat, prácticamente solos, observando los perfiles del templo dibujándose en el cielo oscurecido.
 
 
 
 
 
 
El segundo día fue menos monográfico. Primeramente nos dirigimos en coche hasta el templo de Beng Mealea, que se conserva casi como fue redescubierto, con enormes ficus entre sus paredes y cantidad de bloques de arenisca amontonados dentro del recinto. Al llegar, una mujer –una de las vigilantes del templo- nos animó con señas a que la siguiésemos por un sendero tortuoso. Cuando nos quisimos dar cuenta nos encontramos como Indiana Jones en el templo maldito, pero saltando torpemente por los enormes bloques, intentando mantener el equilibrio y sin saber qué hacer, si hacia delante o hacia atrás. Al final, después hacerle entender que lo que queríamos era salir del laberinto, nos sacó de allí y pudimos continuar la visita como todo el mundo por las pasarelas instaladas con ese fin.
 
 
 
Y desde allí, por sugerencia de Phally, nos dirigimos al gran lago Tonle Sap –el mayor de Camboya- para conocer el pueblo flotante de Kampong Pluk. Antes de llegar al embarcadero hay que pagar la entrada que incluye el viaje en una barcaza y el paseo en canoa por el pueblo. El precio por persona -20 dólares- es caro para el nivel económico del país. Phally nos dejó en manos  de uno de los operadores quien nos condujo a la que suponíamos era su embarcación, pero que no correspondía al número de nuestro ticket. No podía estar más destartalada. Y, naturalmente, a la vuelta nos quedamos sin gasolina, que debe de resultar muy cara para sus débiles ingresos porque observamos que se vendía en botellas de uno o dos litros, en tenderetes colocados en las carreteras. Él sopló y sopló, inclinó el recipiente procurando apurar hasta la última gota, pero al final, pum… allí quedamos, esperando que nos ayudasen, hasta que al final nos remolcaron hacia el principio del embarcadero, bajamos malamente de la barca y deshicimos a pie un largo camino hasta encontrar a Phally que ya nos daba por desparecidos. En fin, éste fue el elemento trágico-cómico.
 
 
Pero la excursión merece la pena. Teníamos miedo de que fuera un montaje turístico y no lo es, aunque esté organizado para hacer un paseo en canoa a través del pueblo, pero sobre todo a través del bosque inundado debido a la estación de las lluvias. Durante el viaje, que se inicia en el lago, pronto aparecen árboles sumergidos y conjuntos de árboles que parecen islas. Después se llega a un poblado de palafitos -mayor de lo que parece- con casas de madera sobre altos pilotes, todas con su canoa al pie de la escalera, único medio de transporte para estas gentes durante meses. Incluso los niños se desplazan solos en canoa. La escuela, un pabellón azul y rojo como los colores de la bandera camboyana, tenía también sus pequeñas canoas amarradas, supongo que como transporte escolar. Viven de la pesca aunque pobremente y en un aislamiento total. Son las mujeres las encargadas de pasear a los turistas en unas canoas anchas y planas que manejan con maestría.
 
 
 
 
 
Se da una vuelta al pueblo y después se va al bosque inundado en un paisaje lacustre entre ramas y plantas acuáticas en donde parecería imposible orientarse mientras ellas lo hacen con los ojos cerrados.
 
 
 
 
Ya por la tarde visitamos el grupo de templos de Roulos, donde se encuentran las construcciones más primitivas, de los siglos IX y X, de dimensiones más reducisas pero con volúmenes armoniosos y elegante decoración. Fundamentalmente la decoración de sus dinteles que se considera la más hermosa del arte khemer
En Preah Ko un grupo de niños jugaba al escondite entre los edificios del templo, corriendo y riéndose. Ajenos a nosotros. Pero, a la salida, otra vez niñas vendiendo cosas, insistiendo e insistiendo. Preah Ko, junto con Lolei, de dimensiones muy reducidas, creciéndole la hierba escalonadamente, a modo de cabellera alocada, siguiendo los niveles de los bloques, tienen un color ocre muy bonito, debido a los materiales de construcción. Sin embargo, Bakong, de bastante mayores dimensiones, el primero construido en arenisca y considerado el prototipo del “templo-montaña”, tiene el color gris de Bayon y Arkor Vat, al que recuerda un poco su estructura, pero en menor escala. Es preciosa la vista desde la terraza que se encuentra en la base de la pirámide, con la exuberante vegetación que lo rodea, de intenso color verde así como el silencio y la tranquilidad de la última hora de la tarde, cuando ya no hay apenas gente y la puesta de sol da paso a un melancólico crepúsculo.
 

 
El tercer día queríamos visitar Kbal Spean, así que nos desplazamos hasta allí en coche (el trayecto es largo). Phally lo dejó en el aparcamiento y nosotros hicimos un camino de kilómetro y medio que asciende por entre la jungla hacia un enclave  en donde se descubre, en las orillas de un afluente  del  río Siem Reap, esculturas y bajorrelieves del siglo XI, así como dibujos tallados en el mismo lecho río, hechos por antiguos ermitaños que vivieron allí en aquella época. El lugar tiene un encanto especial, oculto entre la vegetación y el agua, lleno de testimonios de una fe que se manifiesta por todas partes.
 

 
Y desde allí nos dirigimos hasta Banteay Srei, templo del siglo X, pequeño y elegante, que  fue el primero de los templos de Angkor en ser reconstruido en 1931 y uno de los mejor conservados. Es uno de los más bonitos, con cuidada decoración floral al estilo de los templos hindúes. Yo diría que es una visita obligada. Además, al estar lejos, no  hay apenas gente y la visita es de lo más agradable.
 


 
Después de comer pedimos a Phally que nos llevase a ver la Camboya rural. De esta forma tuvimos ocasión de observar cómo vive la mayoría de la población rural, en pueblos que se extienden solamente a lo largo de un camino de tierra, con casas de madera, normalmente sobre pilotes, dejando un espacio bajo la casa que se utiliza para hacer la vida durante el día. Phally nos dijo que las visitas no suben a la casa, los amigos se quedan en ese espacio exterior. Allí tienen hamacas (Phally, viviendo en un país en el que las hay hasta en los restaurantes, no podía creerse que en España no durmiésemos en hamacas), mesa, sillas, trastos…
 


 
Algunas de las casas tienen los tejados cubiertos con ramas, pero se van sustituyendo por tejados de calamina, sin duda más resistentes pero menos vistosos.
 
 
 
Son gentes pobres que subsisten con el escaso producto del campo (arroz), con formas y medios de cultivo tradicionales, carros de bueyes, varas de hierba como antes en Asturias (aquí de arroz), camionetas cuya caja sirve para transportar también adultos o niños, supliendo así la falta de medios colectivos de transporte.
 

 
 
Hay muchos niños (la población es muy joven), vestidos pobremente, pero hospitalarios como toda la población en general. En estas zonas que no son turísticas, acogen a los visitantes con curiosidad, todos ellos saludando “hello” y los niños ya mayores encantados de mostrar que saben hablar inglés, algunos bastante bien. Como hay dos turnos escolares, mañana o tarde, siempre hay niños por todas partes que se acercan dulces y sonrientes, pareciéndose poco a los niños de los templos que provocan, al mismo tiempo que simpatía, pena y agobio.
 
 
Para este país pobre, la afluencia de turistas tendría que significar una inyección económica que les sirviese para despegar. Sin duda será así y dentro de algunos años Camboya habrá mejorado su situación económica, consecuencia de tantas y tantas guerras. Pero no sólo hay turismo, también existen cooperativas que intentan dar  a conocer productos artesanales, ayudando así a muchas mujeres que trabajan en talleres de cerámica o en telares de seda en donde todo se hace a mano. Vimos también una tienda cerca de nuestro hotel en donde se venden productos hechos a mano por personas con discapacidad: pañuelos de seda, camisetas de algodón, bolsos…, todo ello pensado para el turismo. Parece que hay pues una preocupación social, un deseo de progresar y olvidar un pasado lleno de episodios violentos.
 

 
Fueron cuatro días intensos en imágenes y experiencias. Las conversaciones con Phally nos hacían sentir la diferencia de culturas, nuestra situación privilegiada a pesar de la crisis, el deseo que ver cómo desaparecen los abismos que existen entre unos países y otros y una mejor redistribución de la riqueza para todos.