Tierra de Campos


Hace unos días hicimos una pequeña escapada a Tierra de Campos, concretamente a un pequeño pueblo de Valladolid, San Pelayo, perdido entre oros y verdes, completamente aislado del mundo, sin un comercio, sin un bar, sin un restaurante, sin gasolina lo que casi resulta un problema porque habíamos llegado justos y temíamos no llegar hasta la gasolinera más próxima a 12 km.


Allí perdido pues, en tierras castellanas, está el Hotel rural San Pelayo, en donde nos quedamos dos noches, un edificio antiguo restaurado con mimo y regentado por Asunción, para algunos -según las opiniones en internet- un tanto intrusiva y para otros un encanto. Lo que no cabe duda es que es una persona singular que se ocupa absolutamente de todo.


En el viaje de ida decidimos hacer un alto en León para comer y visitar la ciudad que no veíamos desde hacía mucho tiempo. Decisión acertada porque toda la parte antigua está muy cuidada, peatonalizada, con terrazas animadas y un conjunto que merece la pena. Hicimos una visita guiada en la colegiata de San Isidoro, cuya cripta ya vale el viaje.


Comimos en el barrio húmedo y continuamos nuestro viaje parando, ya en la provincia de Valladolid, en un monasterio que los llamó la atención: Nuestra Señora de la Santa Espina, no lejos de Urueña, rodeado de plátanos de sombra que le dan un encantado especial al recinto que muestra el paso del tiempo en los escalones llenos de líquenes y los espacios descuidados, solitarios y románticos.



En San Pelayo estás obligado a coger el coche para ir a comer, el desayuno y la cena puedes -si lo deseas- hacerlo en el hotel. Así que durante la estancia en el pueblo nos dedicamos a dar paseos por los caminos de los alrededores que atraviesan las fincas de trigo ahora ya cortado, bordeados a veces por pinos.







Al pueblo más cercano -Torrelobatón- a algo más de tres kilómetros fuimos a pie por una carretera sin apenas coches divisando desde la lejanía el imponente torreón del castillo medieval en lo alto del pueblo, perfectamente restaurado y dominando los campos y colinas coronadas con los molinos de viento que en la noche al encenderse y apagarse sus múltiples lucecitas parecen árboles de navidad en la noche silenciosa.






También nos acercamos -en coche- hasta Medina de Rioseco, a unos 15 km, mayor y más importante de lo que esperábamos. Nos sorprendió con imponentes iglesias y una calle principal porticada que conserva todo el sabor medieval en sus columnas de madera usadas y oscurecidas por el tiempo. Comimos en el restaurante Casa Manolo (C/Armas, 4) en un patio agradable con gente atenta, buenos y abundantes productos.


Y por la tarde fuimos a pasear por los bordes del Canal de Castilla partiendo de la dársena desde donde puede hacerse una travesía en barco durante unos kilómetros. No lo hicimos porque no conocíamos los horarios pero el paseo a pie es muy agradable. Es una lástima que, con el potencial que tiene, el Canal no se disfrute más turísticamente con actividades apropiadas: barcas, canoas, pedalós, etc.





A la vuelta queríamos conocer los pueblos de la montaña leonesa, cerca ya de Asturias. Paseamos y comimos en La Vecilla. Conjunto bonito, un núcleo de casas restauradas y cuidadas, un entorno verde y un río que permite el baño en algunos lugares. Después Boñar, más urbano, una calle muy larga con edificios ya en altura pero también un entorno precioso hacia el río, totalmente verde, cerca ya de las montañas. Y desde allí regreso por el Puerto de San Isidro, pasando por el embalse del Porma, tampoco aprovechado turísticamente lo que también sorprende. Todo el paisaje hasta el valle es muy bonito pero el viaje, con una carretera llena de curvas y contracurvas se hace largo. Después el río Aller con sus playas fluviales y el paisaje minero de la zona. Enseguida Oviedo y fin de viaje.