Marruecos: el Gran Sur


A primeros de mayo de 2013 fuimos nuevamente a Rabat a visitar a nuestra hija y su marido. Como era la tercera vez que viajábamos allí y conocemos bastante bien la ciudad, decidimos hacer un recorrido en coche por el sur marroquí acompañados de nuestra hija. Habíamos barajado la posibilidad de ir en tren hasta Marrakech y alquilar desde allí un coche para llegar hasta el desierto de dunas. El tren entre Rabat y Marrakech es rápido y cómodo, pero también el coche, porque son unas tres horas y media por autopista. Al final fuimos con el coche de nuestra hija desde Rabat.

En 1978, nosotros habíamos hecho un circuito por Marruecos, en pleno mes de julio, con nuestro coche, un R5 de la época sin aire acondicionado. Los recuerdos son de un intenso calor y carreteras infernales. Afortunadamente, los años no pasan en balde y ahora las comunicaciones son fluidas, al menos en la zona norte que es la más desarrollada. El país ganó desde luego en desarrollo, aunque para el viajero perdió parte del color local que tenía, aquella sensación de túnel del tiempo, de estampas bíblicas, de costumbres y formas de vida ancestrales. Tan cerca de Europa y tan lejos. A pesar de todo, sigue manteniendo un cierto exotismo, sobre todo al sur de Marrakech en donde el tiempo parece haberse detenido en los pueblos de adobe mimetizados con el paisaje, cuyos colores cambian en función del color de la tierra extraída de la montaña.




Pero un dato nos indicaba que las cosas están cambiando para mejor: en todas partes nos cruzamos con niños y adolescentes, mochilas al hombro camino del colegio o instituto. Unos iban, otros venían, porque los turnos se imponen para rentabilizar las instalaciones. Todo niño tiene que tener una escuela a no más de treinta minutos de su casa caminando.

Nuestra primera parada fue pues en Marrakech. A la ida, habíamos reservado en el Hotel Amani, en la ciudad nueva, cerca de la estación, el teatro y la ópera. De Marrakech recordaba sobre todo el calor sofocante, además de la Medina y una ciudad nueva sin ningún interés, destartalada y fea. La primera sorpresa fue encontrarnos con una ciudad nueva mucho más extensa y, sobre todo, bonita, con ese color ocre asalmonado con el que están pintadas todas las fachadas, que recuerda el color de las kasbas y que combina tan bien con el verde de las palmeras y el lila azulado de las jacarandas en flor. Calles enteras de fachadas ocres y vegetación verdiazul. Todo un acierto. Desde la terraza de nuestra habitación veíamos la parte alta de edificios que recordaban la arquitectura de las kasbas del sur sumergiéndonos inmediatamente en un entorno exótico y diferente a pesar de estar dentro de la ciudad nueva. El Hotel muy correcto, sin grandes lujos, pero con un precio ajustado -unos 50€ la doble-, reservando con Booking, y una preciosa terraza en la parte superior desde la que contemplamos la ciudad nueva mientras desayunábamos a la sombra, porque ya empezaba a hacer calor al sol.




En esta primera parada a la ida aprovechamos para pasear por la ciudad nueva y visitar el Jardin Majorelle que Yves Saint-Laurent y Pierre Bergé compraron al pintor francés, nacido en Nancy y afincado en Marrakech desde 1919. En 1924 Majorelle compra un terreno en las afueras, hace traer todo tipo de especies vegetales de los cinco continentes y lo abre al público en 1947.  Prácticamente abandonado después del regreso a Francia del pintor, son Yves Saint-Laurent y Pierre Bergé quienes lo restauran para hacerle recobrar el antiguo exotismo y la abundancia de especies que le caracterizaban. Es un lugar misterioso, que encanta por sus juegos de luces y sombras, los colores primarios de las paredes de su antigua casa -un intensísimo azul que contrasta con un fuerte amarillo oro formando un conjunto perfecto-. De los montones de especies vegetales diferentes  sorprenden sobre todo los cactus por su tamaño y frondosidad. Es sin duda  una visita obligada, lástima que hubiera bastante gente, pero eso en un lugar tan turístico como Marrakech es inevitable.  Además del jardín, dentro de la casa que ocupó Majorelle,  hay ahora un Museo Berebere francamente interesante. Reproduce las tradiciones bereberes, formas de vida, vestido,  joyas con las que se adornan las mujeres de las diferentes tribus -todas preciosísimas a base de plata labrada, corales, ámbar y otras resinas-, explica los lugares en los que se encuentra afincado este pueblo antiquísimo que conserva su propia lengua, con diferentes dialectos según el grupo al que pertenezcan. Se extienden desde las montañas del Rif en el Norte hasta el desierto, con características físicas distintas, desde la piel muy blanca de los rifeños hasta la piel oscura de los antiguos esclavos malíes llegados al país en tiempos lejanos y que forman uno de los grupos bereberes del Sur. Dentro del museo están prohibidas las fotos.












Para cenar nuestra hija nos llevó a uno de sus sitios preferidos en Marrakech: Le Grand Café de la Poste, en el que conviene reservar. De hecho nosotros no lo habíamos hecho y ya no tuvimos sitio en sus terrazas. Tuvimos que cenar en el interior, una gran sala de ambiente cálido, con una escalinata que conduce a la parte superior, todo ello con decoración colonial, bonito mobiliario y una carta más bien europea. Es uno de los pocos sitios en los que se puede tomar vino (Bd. El Mansour Eddahbi  Tel. 212  (0)524433038). Situado en un antiguo edificio de Postas, que en 1925 estaba en medio de la nada,  se encuentra ahora dentro del barrio de Gueliz, una zona elegante -aunque no toda ella- con bonitos edificios, buenos hoteles, anchas avenidas, buenos comercios y llena de vegetación.



Dejamos para la etapa de regreso el reencuentro con la Medina, la Koutoubia y sus alrededores. Esta vez nuestra hija había reservado habitación en un riad dentro de la Medina. El riad propiamente dicho se llama Hotel du Tresor, pero tiene también otro establecimiento, la Maison de Trésor, que a ella le gusta especialmente y en el que nos alojamos. Tuvimos que dejar el coche fuera de la Medina, en un parking (50 dirhams 24 horas) y vinieron a buscarnos para conducirnos y ayudarnos con el equipaje hasta el riad. En la puerta no figura absolutamente nada, o sea que debe de ser un sitio más bien para iniciados (26, Derb El Gandofi Riad Zitoun El Kdim, tel. 00212(0)524427773), un lugar especial, hecho a partir a varias casas de la Medina, que parece un laberinto: subes y bajas escaleras, cruzas pasillos y por fin, en nuestro caso, llegas a un patio con una pequeña piscina de agua fría que lo ocupa casi enteramente, dos hamacas y dos habitaciones una a cada lado de la piscina, que fueron las que ocupamos. La cuidada decoración mezcla objetos de todo tipo, antiguos y modernos, con partes sin restaurar, como dejadas a propósito para dar testimonio de su antigüedad. El precio -unos 60€ la doble- es de lo más razonable.




Salir del riad y encontrarte en plena Medina era todo uno. Callejeamos, tanto por los zocos como por las zonas menos comerciales, sin ser prácticamente importunados por los vendedores. Eché de menos el colorido de las madejas de lana secando al sol, colgadas de un lado a otro de algunas de las calles de la Medina, como en nuestra primera visita, los artesanos trabajando a pie de calle, los pintorescos vendedores de agua y supongo que más cosas que el tiempo fue dejando atrás. Conscientes de que los precios en Marrakech son mucho más caros que en Rabat no pensábamos comprar absolutamente nada. Sin embargo, en la Plaza de las especias, rodeada de tiendas de todo tipo y terrazas para descansar un rato, acabamos comprando unas alfombras bereberes de pequeño tamaño a precio razonable. Bueno, nunca sabes si lo que acabas pagando es lo correcto o no. En cualquier caso, y según mi experiencia, uno de los sitios más interesantes para comprar es en una zona a las afueras de Rabat, o más bien de Salé, que se llama “la Poterie”. Como su nombre indica es fundamentalmente un lugar para la cerámica, pero venden también otras cosas. Hay además un centro comercial de productos artesanos marroquíes a la entrada de la Poterie en donde los precios son fijos y sirven para darte una idea de lo que cuestan las cosas. Yo compré allí algunos regalos sin ningún regateo y con precios muy razonables.





Volviendo a Marrakech, la cena de ese día fue en otro de los sitios que le gustan a nuestra hija: “Un déjeuner à Marrakech”, situado muy cerca de la famosa plaza de Jemaa El Fna (2-4, angle rue Douar Graoua, tel. 0524378387), en una acogedora terraza en la parte alta en la que encontramos sitio de pura casualidad. Así que es mejor reservar para no tener contratiempos. La cocina es europea y los precios absolutamente razonables. Y, aunque la dueña es francesa, tampoco aquí servían alcohol porque parece ser que conseguir la licencia es difícil y muy caro.

Ya habíamos atravesado la plaza de Jemaa El Fna por la tarde camino del riad y no me había gustado: demasiado alboroto, muchas motos y bicis aparcadas, menos encanto que en mis recuerdos. Sin embargo, por la noche, después de la cena, me pareció otra cosa,  más ordenada, con las mesas corridas de manteles blancos para cenar, de aspecto pulcro, con mucho público, tanto marroquíes como turistas. Sigue habiendo corrillos de gente escuchando a los cuenta-cuentos, pero no me pareció ver las escenas circenses de antaño: encantadores de serpientes, traga-fuegos y otros que amenizaban día y noche la plaza. Continuamos paseando hasta la Koutoubia, preciosa en la noche: luces, cielo, estrellas y palmeras, y seguimos hasta el Hotel La Mamounia al que merece la pena entrar para ver sus elegantes instalaciones y sus jardines.




Al día siguiente, por la mañana, antes de irnos dimos una vuelta con el coche por otros barrios residenciales como La Palmeraie con el Atlas nevado al fondo, Gueliz o el Hivernage y te das cuenta de que Marrakech no es sólo la Medina, la Koutoubia o las Tumbas Saadianas. Es también una ciudad en la que se puede pasear y disfrutar de bastantes más cosas.


La siguiente etapa en nuestro viaje de ida fue Marrakech -Ouarzazate. En principio una etapa corta, alrededor de 200 km., pero claro, ahora sin autopista y pasando el puerto de Tichka, a más de 2000 m. de altura. El paisaje empieza a ser árido, montañas peladas, -ocres o grises-  que contrastan con verdes valles, cañones en los que el agua fue sustituida por  un río de vegetación, pueblos de adobe con muchas de sus casas medio derruidas, kasbas que perdieron su pasado esplendor luchando contra la climatología desde la precariedad del barro, estampas de gentes viviendo a un ritmo de otros tiempos, silencio y reposo.



Abandonamos la carretera general para tomar una desviación recomendada en el blog de Roger Mimó LA RUTA DE LAS MIL KASBAS, en la que invertimos mucho tiempo. La carretera era mala, con mal firme y muchas curvas, aunque el paisaje sí era bonito. Paramos a comer poco antes de Telouet, en el único sitio que encontramos, una especie de posada con habitaciones para huéspedes, regentada por una pareja joven y amable y una agradable terraza en la que daban de comer.


Estábamos solos. A partir de ese momento no comimos más que “tajines”, una especie de guiso con distintos condimentos -carnes y verduras-  muy especiado y sabroso. Aunque no tan rico para mí como la “pastilla” en la que se mezclan los sabores dulces y salados en una especie de torta que normalmente hay que encargarla con antelación porque la elaboración debe de ser laboriosa. Y en este caso nuestra tajine también lo fue porque estuvimos esperando casi dos horas. Seguro que tuvieron que ir a comprar los ingredientes. Entretanto, el hombre se sentó a nuestra mesa y nos dio conversación mientras se preparaba la comida. Era berebere, de familia nómada, así que hablamos del desierto, de las diferencias entre Chegaga -a donde nosotros pensábamos ir- y Merzouga. Mientras que Merzouga se encuentra al lado de la carretera, para llegar hasta las dunas de Chegaga hay que atravesar el desierto durante casi tres horas en todoterreno. Consecuentemente en Merzouga hay muchísima más gente que en Chegaga.

Cuando le dijimos que después de comer queríamos ver la Kasba de El Glaoui, al parecer la más importante de todo el sur de Marruecos, que perteneció al pachá de Marrakech, insistió en acompañarnos para de paso llevarnos a una cooperativa de artesanía que había en el pueblo. La palabra “cooperativa” es en muchas ocasiones un gancho que utilizan, porque al final no es ninguna cooperativa sino la tienda de un amigo que probablemente les dará una comisión por las ventas. Otro error es preguntar por algo que no veas en la tienda porque en ese momento llaman por teléfono, te entretienen hasta que llega otra persona con algo parecido a lo que buscas, pero que normalmente no es lo que te interesa, con lo que acabas perdiendo el tiempo. Así nos ocurrió también en Mhamid. Pero la visita de la Kasba sí fue interesante. El exterior, medio derruido, no tiene nada que ver con el esplendor de las salas del interior, bellamente decoradas con estucos, azulejos, celosías, artesonados…



 

Continuamos viaje por la sinuosa carretera hasta una parada obligada en Ait Ben Haddou, ya cerca de Ouarzazate. De hecho la gente suele ir allí más bien desde Ouarzazate, por la carretera general, tomando después la desviación por la que vinimos nosotros. Se trata de un “Ksar”, un pueblo berebere, perfectamente conservado, con sus casas de adobe, sus kasbas, sus puertas de entrada y, como no, sus tiendas para turistas. Viene a ser el Mont Saint-Michel de Marruecos y allí se rodaron varias películas. Muy bonito, ya al atardecer. Se pueden recorrer las callejuelas que quizás pierden un poco de su autenticidad en la zona más concurrida porque en cada casa hay una tienda con cosas apetecibles, eso sí, caras.





A Ouarzazat llegamos tarde. Habíamos reservado habitación en el hotel Rose Noire,  en realidad un riad dentro de la Medina. Dejamos el coche fuera de ella e inmediatamente nos preguntaron si íbamos a ese hotel y nos acompañaron por callejones que no aventuraban nada bueno. Pero no, el riad es muy bonito, su dueña, de origen berebere, es anticuaria y decoradora, así que todo estaba cuidadísimo, habitaciones muy amplias (la doble 60€) y gente amabilísima. Como no habíamos reservado allí la cena (por cierto, cara, 25€ por persona), una chica del hotel nos condujo, a través de un laberinto de callejuelas, hasta un restaurante con una vista preciosa sobre la gran Kasba de Ouarzazate, y con precios marroquíes, por 25€ cenamos los tres. Ouarzazat, desde la terraza en donde desayunamos, tiene también color ocre y recuerda a muchas ciudades marroquíes, tanto por su color como por su arquitectura. Parece bonita, pero no tuvimos tiempo de pasear por ella, ni tampoco de visitar los estudios cinematográficos que han venido a dar un renovado impulso a la ciudad.



La etapa siguiente era Zagora, considerada ya como la puerta del desierto. Pero para llegar hasta allí hay que volver a atravesar otro puerto, desde el que se ven montañas desérticas que forman un enorme y profundo cañón con caprichosas formaciones geológicas.


A partir de Agdz nos acercamos ya al valle del Drâa, un río relativamente caudaloso y el más largo de Marruecos, que da lugar a un palmeral impresionante de casi 200km., para acabar perdiéndose bajo las arenas del desierto. Parábamos en los pueblos, parecidos unos a otros hasta en sus nombres: ocres y verdes, palmeras y palmeras, de vez en cuando cultivos, gentes trabajando el campo, mujeres lavando ropa en acequias, niños desplazándose a la escuela, calor seco, brisa y bruma.




Llegamos a Tissergate sobre mediodía. Es un pueblo grande con kasbas y callejuelas cubiertas para protegerse del sol. Allí visitamos el Museo de artes y tradiciones del valle del Draa (20 Dhs la entrada). El museo, en una antigua casa de la Medina, recrea la vida en una casa berebere en todos los aspectos, todo ello muy rústico y a la vez muy auténtico.





Para comer nos aconsejaron que fuésemos a Le Sauvage Noble (Tel. 212661348413), una kasba restaurada con habitaciones para huéspedes y un comedor fresco que daba al patio en el que nos sirvieron la inevitable “tajine”, tomándose su tiempo, mientras charlábamos con el dueño, también berebere y nómada (su mujer y sus hijos seguían en el desierto con sus abuelos), aunque viajero y culto. De hecho tenía mucha relación con Alemania y la mayoría de sus clientes son alemanes. Defendía el nomadismo y colaboraba con una asociación de apoyo a los niños nómadas que había creado  escuelas para los niños del desierto. Ironizaba sobre los turistas que visitan el desierto en cuatro por cuatro, duermen en una tienda, dan una vuelta en dromedario (¡justo lo  que pensábamos hacer nosotros!) y vuelven satisfechos pensando que ya conocen esa forma de vida. Para él había que viajar en camello durante días, beber de los pozos, dormir al raso y convivir con los nómadas para tener una auténtica experiencia. Y no digamos ya las dunas de Merzouga, según él atestadas de gente haciendo fotos… Afortunadamente Chegaga le parecía mejor, pero que fuésemos con una excursión de nuestro hotel en Zagora le debía de parecer una aberración.



Y llegamos por fin a Zagora. Antes del buscar el hotel, que estaba en las afueras dentro del palmeral, buscamos el famoso mosaico en el que aparece la indicación de “52 jours à Tombuctu”,  con un camello al lado, porque de allí partían las grandes caravanas para cruzar el desierto.


Habíamos reservado en el Riad dar Sofian. Una buena elección: un hotel casi familiar en una kasba frente a la montaña y a la entrada del palmeral, pocas habitaciones (80€ la doble), bonita decoración, personal amable y una estupenda piscina al pie de las palmeras donde desayunábamos y cenábamos.




Un sitio fenomenal para descansar a la sombra porque ya hacía mucho calor, sobre 40º, así que el agua de la piscina que estaba a 24º, en contraste, parecía helada y costaba entrar, pero después era una delicia. Al principio pensábamos quedarnos allí tres días completos y visitar el resto de la zona hasta el final de la carretera desde allí. Pero después decidimos ir hasta las dunas de Chegaga y dormir en el desierto. Como ya dijimos, la excursión estaba organizada por el hotel y -según ellos- a todo confort. Hussein, el chófer, un elegante berebere vestido totalmente de blanco, vino a buscarnos con un todo terreno. Teníamos por delante 100 km hasta el fin de la carretera, más 70 km atravesando el desierto hasta llegar a las dunas de Chegaga.

Primeramente paramos en Tamegroute, a 15 km. de Zagora, para visitar la Biblioteca Zaouïa Nasyria que conserva antiguos manuscritos, entre ellos un tratado del Coran escrito en piel de gacela, procedente de Córdoba y que data del siglo XI. Es el más antiguo de todos. La biblioteca fue fundada en el s. XVII y contiene más de 4.000 ejemplares. Pero, además, dentro de la mezquita con la que comparte patio, está la tumba (zhagüia) de Mohammed ben Nassir, fundador de la cofradía Nassyria que  atrae a montones de peregrinos que buscan la salud espiritual o física. Así entendimos que las personas inválidas sentadas bajo las arcadas del patio estaban esperando un milagro.






La persona que nos condujo hasta la Biblioteca insistió en que visitáramos el Ksar y entrásemos en un aula de niños pequeños. La maestra aceptó, pero sin fotos. Los niños aprendían a leer y a escribir en árabe. Ya no se estudia en francés, así que dentro de unos años nadie lo hablará. Lástima, porque por ahora resulta práctico poder entenderse con ellos. Tamegroute es también famoso por la cerámica vidriada, fundamentalmente de color verde, elaborada con una antigua técnica importada de Fez. Naturalmente tuvimos que escuchar una explicación sobre las técnicas de elaboración, productos, esmaltes, etc. para después intentar vendernos a precios bastante elevados.

Continuamos la ruta atravesando el palmeral del Draa y sus pequeños pueblos e hicimos una parada en Tagounite, donde se abastecen y se encuentran los nómadas los días de mercado. Ese día lo era, así que paseamos un poco por él viendo puestos, mercancías y  personas. Era difícil hacer fotos, las mujeres sobre todo no quieren salir en ninguna.





En el oasis de Oulad Driss paramos a comer el picnic preparado por el hotel y poco después llegamos a Mhamid, último pueblo antes de adentrarnos en el desierto.
Allí acaba la carretera y comenzamos por fin la ruta, o más bien la navegación (en muchos tramos no hay siquiera rodadas), hasta Chegaga, derrapando a veces a causa de la arena, otras veces el suelo era firme y Hussein aprovechaba para embalarse unos metros hasta la siguiente dificultad que él conocía como la palma de su mano. Fueron casi tres horas de desierto con diferentes paisajes: partes áridas con pequeños tamariscos, partes arenosas pero sin dunas, acacias sombrilla como las de Kenia, zonas de piedra en las que las acacias habían conseguido sobrevivir, pero también zonas verdes como pequeñas praderas, fundamentales para el ganado.





A veces Ibrahim -el cocinero- que se había incorporado a la expedición y que hasta hacía poco tiempo sólo había vivido en el desierto, nos enseñaba un pozo, unos animales, un nómada en busca de leña, una pequeña caravana. El era el primero que lo veía mientras contestaba a nuestras preguntas llenas de curiosidad. Era un encanto de persona a quien le gustaba contarnos y explicarnos la libertad del desierto comparándolo con las obligaciones que conllevaban su trabajo en nuestro hotel en Zagora.



Antes de llegar a Chegaga paramos en el único oasis que encontramos a lo largo  de ese trayecto. No era muy grande y ahora, en el interior de un muro de adobe, habían instalado un camping.




Por fin llegamos al “bivouac” que nuestro hotel tenía en Chegaga. Estábamos solos, éramos los únicos turistas. Paz absoluta. El campamento lo formaban una docena de tiendas, un comedor, la cocina y la zona de duchas, lavabos y demás. Pero el “todo confort” eran unos grifos dorados que no funcionaban, unas bombillas que tampoco, unos cubos con agua y unas tiendas con una lona plastificada en las que te asabas.



Poco antes de la puesta de sol llegó un chico con tres dromedarios para el paseo entre las dunas y dejarnos al pie de la más alta para que subiéramos a hacer fotos.






Desde allí se podía contemplar el mar de dunas que se extiende a lo largo de 40 km. hasta la frontera con Argelia, limpio y puro, con los dibujos formados por el viento, silencio y quietud. Momentos especiales en los que se agradece el contacto con la naturaleza sin otras gentes alrededor, sólo tú y el desierto, imágenes y sensaciones.








A la vuelta Ibrahim -como hacía calor- nos había preparado una de las mesas del comedor fuera, sobre una alfombra.



Cocinó una “tajine” como si hubiéramos estado en el hotel, pero cenando a la luz de un candil bajo la inmensidad de las estrellas. Y después nos aconsejó dormir fuera “à la belle étoile”, nunca mejor dicho, porque en la tienda hacía muchísimo calor. Sacaron las camas, que colocaron encima de alfombras, y, mientras ellos se acostaban directamente sobre la arena, nosotros disfrutábamos de la visión de la Via Láctea y las constelaciones en el silencio más absoluto.


Ibrahim nos aseguró que la temperatura se mantendría caliente todo el tiempo, pero el desierto es traidor. Sobre las cuatro de la madrugada la sensación de tener un  aire acondicionado a la máxima potencia encima de la cabeza, que no podíamos combatir ni con las dos mantas que Ibrahim había dejado a los pies de la cama, nos obligó a desmontar el campamento y meter nuestras camas dentro de la tienda. Nuestra hija, más valiente, aguantó toda la noche fuera.

 

Y cuando -todavía temprano- nos levantamos a ver el amanecer observamos que en la arena, normalmente impoluta, había huellas de pobladores que se mueven aprovechando la oscuridad de la noche: ¿insectos? ¿pequeñas alimañas? ¿otros seres? Misterio.
  
Después de desayunar recogimos nuestras cosas y volvimos a recorrer el desierto hasta Mhamid. Los ojos ven ahora los paisajes con otra mirada, a lo lejos una pequeña caravana –quizá sólo sean turistas que buscan emociones fuertes- nuevamente pequeñas praderas, tamariscos, acacias, palmeras… Parece vacío pero sin embargo hay vida, más de la que aparenta.
Durante el resto del día descansamos en la piscina de hotel y al día siguiente regresamos a Rabat haciendo noche en Marrakech. Fin de un viaje estupendo que nos ayudó a desconectar de nuestra cultura y a llenar la retina de imágenes diferentes. Vale la pena acercarse y descubrir sus encantos.