Quebec


Nuestra última etapa fue Quebec. Afortunadamente el viaje estuvo organizado así, dejando Quebec para el final. Y digo afortunadamente porque de haber empezado por allí la visión sería diferente. Quebec, declarada Patrimonio de la Humanidad, fue un estupendo broche para cerrar el viaje.

La guía decía que el viejo Quebec eran riadas de turistas y que desaparecían al caer la tarde. La primera afirmación es cierta. Hay montones de gente y no es de extrañar porque es precioso y sólo la ciudad ya vale el viaje. La segunda no, al menos los tres días que estuvimos: cantidad de gente siempre, a todas horas, llenando las calles y las terrazas, agradables y coquetas. Gente cenando desde muy pronto hasta muy tarde. Gente por las calles visitando la ciudad y disfrutando, en los alrededores de la “Place d’Armes”, de las muchas animaciones callejeras de lo que Quebec se precia: espectáculos circenses, músicos callejeros, bandas de folk, piano-música y por la noche fuegos artificiales sobre el río, frente a la terraza Dufferin, el punto neurálgico de lo que se llama la “Haute-Ville”: emplazada sobre el acantilado en el lugar que sirvió de residencia a los antiguos gobernadores de la Nueva Francia durante dos siglos, es una maravilla de espacio con suelo de madera, templetes decimonónicos y, a la espalda, el château Frontenac, emblema de Quebec, una enorme construcción de ladrillo rojo, tejados con torretas superpuestas tipo Exin Castillos y varios pabellones que alojan hoy un hotel de lujo con más de 125 años. Desde la terraza Dufferin, el San Lorenzo -aquí abarcable- permite divisar la otra orilla.  A los pies de la terraza se puede ver la “Basse- Ville” con un gran desnivel entre la “basse” y la “haute”. Para bajar hay unas escaleras y para subir -si se quiere evitar la pronunciada pendiente- hay un funicular que no es barato porque aquí nada es barato.

Terraza Dufferin


Château Frontenac


Edificio Price
Nada más entrar al recinto amurallado de casi 5 km que forma el viejo Quebec uno tiene la impresión de estar en una Europa de otro tiempo. Porque el “Vieux-Québec” -cuna de la América francesa y patrimonio mundial de la UNESCO- constituye el corazón histórico de la ciudad de Quebec, que presume de ser la única ciudad fortificada al norte de México. Llena de historia,  sus calles y rincones son  fieles testigos de un pasado ligado a Europa a través de Francia e Inglaterra. Basta con pasearse por las calles Saint Louis y Saint Jean para darse cuenta de lo familiar que nos resulta su aspecto. La primera con varios edificios del siglo XVII como la Maison Jacquet, en donde vivió el autor del libro “Les Anciens Canadiens”, hoy restaurante siempre repleto de comensales. Tanto esta calle como la de Saint Jean, llenas de cafés, restaurantes, bares, comercios  de artesanía y souvenirs, son el centro de cualquier visita por la ciudad. Y también la rue du Trésor en donde los colonos venían a pagar sus impuestos ahora convertida en galería de arte a cielo abierto o la rue Sainte Anne pintoresca y colorida llena de terrazas coquetas y animadas. Y ya más actual, en la Place de l’Hotel de Ville, en donde se encuentra el Ayuntamiento en un edificio de finales del XIX, vemos el primer rascacielos de Quebec, el edificio Price, de puro estilo Art déco.


Rue Saint Jean


Rue du Trésor


Ayuntamiento de Quebec

Y si la “Haute-Ville” es Europa cuando se llega a la “Basse- Ville” aquello ya es Francia, e incluso en muchos edificios se reconoce la impronta que los emigrantes bretones dejaron en la arquitectura. Sorprende la limpieza, la rehabilitación exquisita, el buen gusto: casas de piedra vista, austeras, calles estrechas, todas bonitas, dejando en el medio la Place Royale, cuadrada y pequeñita, centro de todas las actividades de otrora, desde mercado hasta lugar de las ejecuciones públicas. En un lateral, Nuestra Señora de las Virtudes, con bonitas vidrieras sobrias y sencillas. Y en el centro de la plaza, a mayor gloria de la primitiva metrópoli, un busto de Louis XIV, durante mucho tiempo –desde  1686- completamente solo. Pero ahora, frente a él, buscando un equilibrio entre la historia y lo políticamente correcto, hay otro busto, el de un autóctono que le mira frente a frente. Un indio representante de las “primeras naciones”, pluma y coletas, sin concesiones, un aire serio y severo.

Place Royale



Esta Place Royale se enorgullece de ser el lugar en donde nace la civilización francesa en América cuando Samuel Champlain decide construir allí, en 1608,  lo que se llamó una “Abitation” fortificada, primer establecimiento de lo que será la Nueva Francia  convertido después en un pequeño pueblo portuario  que es  ahora  el barrio Petit-Champlain, de calles estrechas, restauradas,  llenas de comercios, galerías de arte, bares y restaurantes atestados de gente todo el año en donde se pueden ver todavía algunos de los edificios de los primeros colonos. Toda esta parte baja de la ciudad –floreciente hasta mediados del XIX-  fue más tarde, hasta los años cincuenta del pasado siglo, un barrio humilde de casas viejas e insalubres que daban cobijo a los europeos que llegaban en busca de una vida con más oportunidades. Las clases adineradas, familias importantes asentadas desde varias generaciones, vivían generalmente en la parte alta, al amparo de las murallas, ahora en restauración, una lástima porque el recorrido por encima de ellas rodeando todo el viejo Quebec tiene que ser precioso, pero no pudimos hacerlo.



Y más allá de este conjunto central, junto al muelle, se encuentra el mercado del “Viejo puerto” ahora convertido en un espacio con productos de primerísima calidad en donde se admira tanto la estética como la variedad. Y otros espacios como el Agora, en el pico de la Pointe-à-Carcy, lugar de paseo y esparcimiento frente al río, frecuentado tanto por visitantes como por lugareños.

Mercado del "Vieux-Port"


También es interesante y merece un recorrido la ciudad extramuros con barrios agradables como Montcalm y buenos edificios que recuerdan el estilo victoriano. En el 82 de la Grande Allée Ouest, queda como testigo de una arquitectura habitual en el siglo XIX una casa tipo inglés (un cottage Regency), la casa Henry-Stuart construida en 1849, y clasificada como patrimonio histórico nacional de Canadá, en donde se puede aún sentir el modo de vida refinado de la burguesía quebequesa a principios del pasado siglo. Esta calle, llamada popularmente los “Campos Elíseos” de Quebec, con muchas casas de estilo Segundo Imperio fue en su momento la más prestigiosa de la ciudad y sigue siendo una de las más populares.

Parlamento de Quebec


Casa Henry-Stuart


Interesante también el Faubourg Saint-Jean con muchísimas librerías (como en todo Canadá), tiendas de discos, artesanos, o ultramarinos como la antigua“épicerie” J. A. Moisan que conserva todo su encanto del pasado. Y además muchas iglesias, católicas y protestantes. Algunas con nuevas funciones como el conjunto de la iglesia anglicana St. Matthew y su cementerio –el cementerio urbano más antiguo de la ciudad- convertido en jardín público, entre estelas y cruces, mientras la iglesia -muros blancos y madera oscura- es ahora una biblioteca para uso y disfrute de los vecinos del barrio.




Uno de los días fuimos al Museo de la Civilización, en la ciudad baja. La visita resultó un poco apurada porque cerraban a las cinco y se nos había hecho algo tarde. Con lo cual más que ver el museo asistimos a una explicación sobre las “primeras naciones” y sobre lo que los quebequeses llaman “la conquista”. Es decir, la derrota sufrida por la colonia Nueva Francia frente a los ingleses en la guerra de los siete años entre 1754 y 1763. Episodio traumático recordado en todas las esquinas y fundamentalmente en el escudo de Quebec –ahora en las matrículas de todos los coches- con el lema “je me souviens” (yo me acuerdo) que hace alusión al oprobio de la derrota sufrida por el Canadá francés en los Llanos de Abraham (1759), una explanada delante de la muralla (ahora parque) que supuso el convertirse en súbitos de la corona británica hasta la creación del nuevo estado canadiense.

Museo de la Civilización de Quebec

Tuvimos sin embargo la impresión de que tenían una visión un tanto sesgada de la historia, olvidándose de su también papel conquistador con los amerindios a quienes, al igual que los ingleses, despojaron de sus tierras y de sus recursos. Quizás ahora la mala conciencia les lleva a intentar resarcir a las primitivas naciones con un lenguaje y una actitud de lo más políticamente correcta como el gesto del busto del indígena frente al poderosísimo Rey Sol y sobre todo con el reconocimiento y la protección de sus culturas primitivas enseñando sus lenguas en las escuelas para que ellos tampoco pierdan ni olviden sus raíces.

Viajar es conocer pero también reflexionar sobre lo que se ve. Y lo bueno es que, además de las imágenes y las vivencias, se despierta la curiosidad por nuevos territorios, nuevos países o nuevos pueblos. Ahora todas las noticias sobre Canadá tendrán una luz nueva y las veremos de otro modo. Aunque sólo hubiera servido para esto creo que ya hubiera valido la pena, pero tenemos además recuerdos e imágenes que tardaremos en olvidar.